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En la década de los ochenta del pasado siglo, en la que se visualizó el tráfico de drogas como una actividad delictiva con trascendencia internacional y generadora de elevados rendimientos, surgió el convencimiento entre la comunidad internacional de la necesidad de evitar la inserción en el tráfico comercial y mercantil de los capitales procedentes de esta actividad ilícita. Ello supuso la tipificación del delito de legitimación de activos, que en España se ha venido en denominar blanqueo de capitales, y el diseño de un marco preventivo dirigido a evitar el uso del sistema financiero para esta actividad ilícita.
Con esta decisión se perseguían objetivos de diferente naturaleza. En primer lugar, se impedía que la entrada de capitales ilícitos en el mercado pudiera alterar las condiciones socioeconómicas de un país, distorsionando el mercado, afectando a la integridad de su sistema financiero o corrompiendo el sistema político e institucional. Por otra parte se pretendía impedir que los traficantes pudieran disfrutar de los beneficios obtenidos con este delito, desincentivando con ello su comisión, ya que evitando la posibilidad de acceder a los rendimientos ilícitos se hacía menos atractivo para las redes de delincuencia. Igualmente, se evitaba que los colectivos de población más desfavorecidos percibiesen estas actividades delictivas como un medio de vida y de ascenso social. La aplicación de medidas dirigidas a alcanzar estos objetivos requería que la comunidad internacional se pusiera de acuerdo sobre su contenido y alcance, articulando sistemas que coadyuvasen a su efectividad. Precisamente el hecho de que el narcotráfico se caracterice por su naturaleza transnacional, en el que los lugares de producción, transformación, consumo y disfrute de los rendimientos obtenidos habitualmente no coinciden en el mismo país, constituye un elemento determinante en la internacionalización de este tipo de medidas.
Para la adopción de estas medidas en 1989 se constituyó por el G-7 y auspiciado por la OCDE el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), cuya finalidad es la de definir estándares para la prevención y persecución del blanqueo de capitales y otras amenazas para la integridad del sistema financiero internacional y velar por su implementación efectiva. El GAFI, tras su constitución, aprobó las primeras 40 Recomendaciones, que diseña un marco de prevención y lucha contra este delito, concretando las obligaciones que deben cumplir los Estados y los agentes económicos en esta materia. Previamente, en 1988 se aprobaron la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas y el primero de los denominados Acuerdos de Basilea, impulsados por el Comité de Supervisión Bancaria, que establecen pautas de actuación del sistema financiero dirigidas a prevenir su uso para el blanqueo de capitales.
Estos instrumentos inicialmente únicamente contemplaban el tráfico de drogas como delito generador de rendimientos ilícitos y a las entidades financieras como sujetos obligados de las medidas preventivas. Posteriormente, ante la modificación de las tipologías del blanqueo de capitales, se amplió tanto el abanico de los delitos generadores de rendimientos ilícitos susceptibles de ser legitimados (actualmente en España lo son todos los calificados como graves) como el de los agentes económicos sometidos al régimen preventivo.
Los destinatarios da las medidas, denominados genéricamente sujetos obligados, pasaron a incorporar determinadas actividades y profesiones que no tienen carácter financiero, dejando al criterio de cada país la incorporación de nuevas categorías. También, tras los atentados de Al Qaeda en Estados Unidos de septiembre de 2001, se adaptaron estas medidas para luchar contra la financiación del terrorismo, aprobando el GAFI las denominadas IX Recomendaciones Especiales.
En la actualidad, el marco de prevención y lucha contra el blanqueo de capitales y la financiación del terrorismo se concreta en los estándares internacionales, contenidos fundamentalmente en las vigentes 40 Recomendaciones del GAFI, la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas, los sucesivos Acuerdos de Basilea y la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional. Estas prescripciones han sido transpuestas en España, junto con el contenido de las cinco Directivas aprobadas en la Unión Europea sobre la materia, recogiéndose en la Ley 10/2010, de 28 de abril, de Prevención del Blanqueo de Capitales y de la Financiación del Terrorismo, y en el Real Decreto 304/2014, de 5 de mayo, que aprueba su Reglamento, así como en las sucesivas modificaciones de ambos textos.
Este conjunto de medidas ha generado una serie de obligaciones para los diferentes agentes económicos y profesionales incluidos en su ámbito de aplicación. En términos generales, estas medidas se traducen en obligaciones tales como identificar tanto al cliente como la procedencia de los fondos que utilice para descartar su vinculación con el delito, a diseñar y ejecutar procedimientos internos de control para detectar posibles situaciones de blanqueo de capitales o de financiación del terrorismo o comunicar a la unidad de inteligencia financiera (en España el SEPBLAC) las operaciones sobre las que haya indicios de que puedan estar relacionadas con dichos delitos.
El grado de intensidad con el que se deben aplicar estas medidas tiene que estar modulado por el riesgo de la propia actividad que desarrolla el agente económico y por el que tiene asociado el cliente. Esto hace necesaria la realización de un estudio previo en el que se identifiquen los riegos inherentes de cada sujeto obligado, en función de cuyo resultado deberá modular sus medidas preventivas. Ello implica que ante un cliente con un potencial riesgo elevado de poder estar relacionado con actividades de blanqueo de capitales o de financiación del terrorismo el sujeto obligado deberá intensificar las medidas preventivas con la finalidad de garantizar que dicho cliente no va a utilizar los servicios que se le ofertan para ejecutar actividades ilícitas.
Estas obligaciones han llevado a una situación no deseada por quienes las diseñaron, consistente en que los sujetos obligados (fundamentalmente las entidades financieras), con la finalidad de no tener que aplicar medidas de control intensificadas, no admiten o expulsan como clientes a aquellos cuyo riesgo potencial se considera elevado por determinados factores (nacionalidad, personas que desempeñen actividades consideradas de riesgo, fondos procedentes del extranjero…). Con ello, el sujeto obligado evita tener que ejecutar las medidas antes indicadas o realizar un seguimiento continuo de la relación de negocios, lo que supone ahorrar recursos y esfuerzos adicionales a su actividad. Esta práctica de eludir el riesgo, comúnmente conocida por el término “derisking”, implica la expulsión del sistema financiero de determinados colectivos de clientes por el mero hecho de que, por alguna circunstancia, puedan tener mayor riesgo asociado de estar vinculados con estos delitos. Este hecho, además de un incumplimiento de las obligaciones de las entidades financieras en lo que respecta a la prestación de servicios y a la aplicación del marco preventivo, implica la imposibilidad para determinadas personas físicas y jurídicas de utilizar los servicios financieros para sus actividades profesionales y particulares. Ante una decisión de estas características deben ejecutarse las acciones correspondientes que permitan acceder a los servicios a los que los clientes tienen derecho.
Socio en el área de Administraciones públicas, Derecho Agroalimentario y Contencioso