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Madrid, 19 de julio de 2024
Seguridad jurídica y credibilidad de las instituciones
En varias ocasiones, desde esta misma tribuna, hemos hecho referencia a la importancia que tiene la seguridad jurídica para generar la confianza necesaria en emprendedores, empresarios e inversores, o en la propia sociedad civil, de manera que cada país pueda canalizar sus estrategias y desarrollar sus proyectos vitales a través de estructuras políticas y jurídicas seguras, fiables y previsibles.
Desde nuestra transición y, sobre todo, desde nuestra Constitución del 78, la siempre rica diversidad política e ideológica de nuestro país ha estado a la altura de la defensa del interés del Estado en lo esencial del mismo, es decir, en todo aquello en que “gobierne quien gobierne” debe de gozar del reconocimiento, respeto y credibilidad de todos, tanto desde el punto de vista interno o de país, como desde una perspectiva exterior o internacional.
Generaciones de políticos y responsables públicos, muchos ya jubilados y algunos todavía en activo, al margen de su ideología política, supieron hacer grandes reformas preservando siempre “lo esencial del Estado”, evitando el deterioro y el descrédito de las instituciones, que es lo mismo que el descrédito del propio Estado.
El auge del populismo y de los movimientos antisistema hace que en los últimos años resulte difícil saber qué es lo “esencial dentro del Estado” o si hay algo “esencial” dentro del Estado que deba de ser respetado y preservado, más aún cuando no son pocos los que apuestan por un cambio radical en casi todo, eso sí, sin saber el “para qué” y sobre todo sin calibrar sus consecuencias.
Desde mi punto de vista, lo intocable es lo que nos define como “Estado Social y Democrático de Derecho” (art. 1.1 de la CE 78), o lo que es lo mismo, desde la perspectiva social, como Estado basado en la dignidad humana, en el trabajo, en la solidaridad de las personas que lo integran; desde la perspectiva democrática, como estado garante de la igualdad, de la soberanía popular, libertades públicas (también la de prensa, por cierto) y de la división de poderes; y desde la perspectiva de derecho, como estado garante del principio de legalidad y de seguridad jurídica.
El atentar, erosionar o poner en peligro lo anterior es lo mismo que dinamitar los cimientos de un edificio uno a uno, que empieza por agrietarse y termina por derrumbarse, sin posibilidad de reconstrucción.
Que determinadas opciones políticas minoritarias apuesten por minar los cimientos básicos de nuestro Estado de bienestar, puede entrar dentro de lo normal y ser asumible en una democracia pluralista como la nuestra, pero que desde el Gobierno se permita, aplauda y en ocasiones hasta se impulse esta estrategia de demolición, resulta de suma gravedad, más aún cuando el partido mayoritario de Gobierno (PSOE), siempre fue considerado y presumió de ser un “partido de Estado”.
Muchos son los ejemplos a los que hemos asistido en los últimos tiempos que evidencian estos ataques. Desde el “de quién depende la Fiscalía”, que dinamitó la credibilidad de esta institución, luego reforzada con el nombramiento de fiscales políticos y militantes, hasta hoy, pasando por el “lawfare”. Sin duda, de todo, lo más significativo es la estrategia de neutralización y sometimiento del poder Judicial al Ejecutivo y el vaciamiento de actividad real del Parlamento, intentando incluso eliminar o limitar competencias de la Cámara Alta que puedan “incordiar” a la inestable mayoría de Gobierno en el Congreso (como es el caso de la eliminación de la competencia sobre el techo de gasto del Senado).
El “asalto” al poder Judicial para garantizar su control se intenta por una doble vía, de una parte el bloqueo de la renovación del CGPJ para colocar vocales afines que a su vez nombren “jueces afines”, especialmente en el Tribunal Supremo (aparentemente parado con éxito, hasta el momento, por la presión del Partido Popular ante las Instituciones Europeas) y de otra, mediante la “transformación por la vía fáctica” del Tribunal Constitucional en un Tribunal de apelación y revisión de Sentencias incómodas para el Gobierno y para los partidos que le apoyan, haciendo así una “reinterpretación” del artículo 123 de la Constitución que otorga a nuestro Tribunal Supremo el carácter de Órgano Jurisdiccional Superior del Estado.
Las cifras avalan lo apuntado, y de ello ya se han hecho eco muchos medios: en lo que va de año, el Tribunal Constitucional ha anulado más Sentencias del Tribunal Supremo que en los últimos seis años (nueve de diez sentencias recurridas) entrando incluso de manera insólita a valorar la prueba y la parte objetiva del delito, (casos Chaves y Griñán), cometiendo, a mi juicio, un exceso de jurisdicción, intolerable e inédito en la historia de la democracia española.
Con esta “trayectoria” de “innovadora jurisprudencia constitucional” se consuma el descrédito de esta institución básica del Estado de Derecho, que comenzó con el nombramiento de magistrados ex ministros y ex políticos para conformar una clara mayoría progubernamental.
El otro ejemplo, por emblemático, no puede dejar de ser el atentado ya consumado al principio de igualdad ante la ley y al principio de seguridad jurídica que supone la Ley de Amnistía recientemente aprobada y su “generosa interpretación extensiva” que la Fiscalía, ayudando a la estabilidad de la mayoría gubernamental, hace para que todos los que violentamente trataron de poner en peligro la integridad territorial del Estado queden libres y “restituidos en su honorabilidad”; y muchos nos tememos que la cuestión de constitucionalidad que la Sala Segunda del Supremo parece haber planteado esta semana, terminará también con “innovadora jurisprudencia constitucional” que avalará la norma pactada por el Gobierno con los propios condenados y prófugos de la justicia.
Manuel Lamela, Socio director de Acountax Madrid Abogados