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Madrid, 15 de noviembre de 2024
Orgullo de nación ante un drama de estado
No son pocos los que, de manera habitual, confunden los conceptos de Estado, Nación y País, utilizándolos de manera indistinta y “a conveniencia” para referirse a diferentes cuestiones, casi siempre con fines o intereses políticos.
Hoy nos vamos a olvidar del concepto jurídico de “país”, referido exclusivamente al territorio en donde se asienta un Estado soberano, para centrarnos en lo que es una Nación y un Estado, explicándolo de una forma sencilla.
Pues bien, constituye el “Estado” el conjunto de instituciones, poderes y órganos de gobierno de un país soberano que se caracteriza por tres elementos esenciales: territorio, población y soberanía. Por su parte, el término “Nación”, se utiliza para referirnos al conjunto de personas que, unidas por una cultura común, forman parte y viven en un Estado soberano, bajo un mismo Gobierno.
Los anteriores conceptos son esenciales para abordar en este artículo algunas cuestiones que, al hilo de la enorme catástrofe producida por los efectos de la reciente DANA que ha afectado especialmente a Valencia, pero también a zonas de Castilla-La Mancha y Andalucía, creemos que merece la pena traer a colación.
La DANA ha evidenciado dos cosas importantes. De un lado, que la política de desmantelamiento del Estado y de utilización del mismo con fines políticos, ha impedido una actuación inmediata y eficaz ante una catástrofe de emergencia nacional (no declarada por el Gobierno), perfectamente definida y contemplada en la Ley 17/2015 de 9 de julio sobre el Sistema Nacional de Protección Civil (arts.28 y ss).
Del otro lado, se ha evidenciado que podemos estar más que orgullosos como Nación de la solidaridad y respuesta ciudadana, ejemplar y masiva, para ayudar, al margen del Estado, a los damnificados y afectados por la catástrofe.
El “desmantelamiento” al que hacemos referencia se produce por la suma de varias realidades, fruto de múltiples decisiones políticas, que quizás aisladamente consideradas puedan parecer de menor entidad, pero que juntas nos llevan a un Estado en retirada, muy debilitado, y cada vez más difícilmente gobernable. Algunos ejemplos de ello serían:
• La pérdida de peso específico del poder legislativo frente al ejecutivo. Desde el inconstitucional cierre del Parlamento por el Covid, al desprecio a su función de control al ejecutivo y al papel del Senado, por tener una mayoría diferente a la del gobierno.
• El bloqueo del CGPJ durante años para conseguir una “mayoría progresista”, que a su vez controle los nombramientos de los órganos jurisdiccionales (especialmente del Tribunal Supremo).
• “Desembarco político” en el Tribunal Constitucional para neutralizarlo jurídicamente y dotarlo de una mayoría “amable”, capaz de avalar y justificar las decisiones normativas del Gobierno más cuestionadas jurídicamente.
• Aniquilamiento de la Fiscalía General del Estado y descrédito jurídico y social de la institución, iniciado tras el célebre “de quien depende la Fiscalía…” y culminado con un Fiscal General imputado, en activo, y defendido, entre otros, por la propia Fiscalía que debería, al menos, investigarle.
• Descrédito de la Abogacía del Estado, de brillante trayectoria desde 1849, convertida en abogada defensora de los fines políticos del Gobierno y de sus integrantes, con actuaciones como el “cambio de criterio” en la acusación de los responsables del “procés”; la defensa de los indultos y amnistía del Gobierno a sus condenados y condenables por atentar contra el Estado; la “defensa” de la mujer del presidente del Gobierno mediante una querella sin legitimación ni sustento alguno; o la que parece será la defensa del Fiscal General del Estado, investigado por el Tribunal Supremo por revelación de secretos.
• El anunciado “proyecto” de federalización de la Agencia Tributaria (troceo de la misma para garantizar la estabilidad del Gobierno), con lo que supone de “retirada del Estado” en la gestión de las políticas fiscales.
A todos estos ejemplos, tendríamos que sumar el reciente de la “reinterpretación” gubernamental del Sistema Nacional de Protección Civil, con fines políticos, ante situaciones de catástrofes naturales. Y es que al margen de lo que todos hemos visto, si leemos el largo preámbulo del RDL 6/2024, de 5 de noviembre, está claro que desde el “minuto cero” de la DANA se dieron las condiciones objetivas del artículo 28.2 y 28.3 de la Ley de Protección Civil para que el Ministro del Interior, de oficio, declarase la emergencia de interés nacional y movilizase todos los recursos del Estado para evitar, paliar o reducir, en la medida de lo posible, los efectos de la DANA. Todo ello, al margen de si lo estaban haciendo bien, mal o regular los Gobiernos autonómicos afectados y aunque fuera cierto que ellos no hubieran pedido ayuda. La petición de ayuda, ante una situación de catástrofe nacional es jurídicamente irrelevante, porque el Ministro del Interior puede y debe actuar de oficio. Por cierto, también a instancia de su Delegado del Gobierno, que según parece, estaba al tanto de todo lo que estaba pasando.
Retrasar la intervención del Estado con la presunta intención de “esperar” a que el Gobierno autonómico de turno (de signo político contrario) se “asfixie” de impotencia para gestionar la catástrofe y “clame ayuda” o cometa algún “error explotable políticamente” es algo que invito al lector a que lo califique por sí mismo, sin perjuicio de que yo, aquí diga que es simplemente otro ejemplo más de utilización con fines políticos de los recursos del Estado que nos lleva a ratificar su desmantelamiento y el drama ante el que nos encontramos.
Hoy, más que nunca, sentimos gran orgullo como Nación, que agradecemos a los cientos de miles de voluntarios volcados con sus conciudadanos y una pena enorme de contemplar el drama en el que nuestro Estado está incurso, que esperamos que seamos capaces de evitar para que no termine, como todo buen drama, en un final trágico.